Publicado: 30/01/2019
#Memoria
Escribe: Alberto Romero
Lima. Ayer, martes 29 de enero, muy de temprano, recibimos una comunicación telefónica haciéndonos saber del fallecimiento de Anna Emylia Montalván Rivera, ingeniera forestal de profesión, que laboró en el Centro para el Desarrollo del Indígena Amazónico (CEDIA) del 2006 al 2013. Era difícil de creer que eso fuera cierto, pero quienes sabíamos que se encontraba delicada de salud desde hacía meses atrás, teníamos que aceptar que esta noticia era verdad. Dolorosa, por cierto.
Siempre la recordaremos como Annita, tal como la llamábamos cariñosamente. Si quisiéramos pintar su imagen y personalidad diríamos que era la expresión viva de la sencillez, de la amabilidad, fineza en el trato, sinceridad y nobleza.
Annita amó su profesión y lo demostró de muchas maneras, entregándose a ella con decisión y pasión. Puedo pensar que incluso dejó de lado cuestiones personales y comodidades, para atender requerimientos ligados a su oficio, sin que le importara tener que viajar a zonas lejanas, soportando climas adversos. No era de extrañarnos encontrar a Annita trabajando en nuestra Amazonía en lugares como Atalaya, el Alto Ucayali, luego el Nanay, después el Pacaya Samiria y otros más, dejando en todas ellas, su huella y calidad profesional. Sin dejar de lado sus viajes al extranjero, buscando perfeccionar sus conocimientos y ganar nuevas experiencias.
Quienes tuvimos la suerte de trabajar a su lado fuimos testigos de la seriedad con que encaraba su trabajo, de su puntualidad y exigencia consigo misma y con los que estaban en su entorno; sin mostrar desmayo ni cansancio. Muy por el contrario, arengando y animando a quien mostraba algo de desazón.
Como no recordar aquellas veces en la Comunidad Nativa San Antonio de Pintuyacu, ubicada en el río Nanay, durante las visitas que hacía Annita a las plantaciones forestales trabajadas por los comuneros. El hecho era que algunas de estas parcelas estaban a dos o más horas de caminata atravesando el bosque; entonces, ella, decidida, se ponía delante de la fila de caminantes, marcando el ritmo del paso. Muchos comuneros se admiraban de su fortaleza y del físico que demostraba.
La otra anécdota está relacionada al cariño, empatía y respeto que supo ganarse por parte de la gente de las comunidades a donde llegaba para trabajar. Ocurrió en Mishana, un poblado también en el río Nanay, donde justamente Annita dirigió un proyecto forestal y de organización comunal. El proyecto había finalizado y fue objeto de una supervisión para evaluar sus resultados. La gente fue consultada por un supervisor y la respuesta fue contundente, pidieron que el proyecto continuara mediante una siguiente etapa, pero solo con la condición que Annita lo siguiera dirigiendo.
La última vez que conversé por teléfono con Annita, su voz tenía el mismo entusiasmo y dinamismo, tal como era su estilo. Siempre solícita, con ganas de atender el servicio que le pedías. Sin embargo, casi al final de la conversación me dijo que estaba mal, pero lo hizo de una manera serena y firme, sin mostrar angustia ni desánimo. Era desafiante ante el mal momento que atravesaba. Yo la entendí, por su manera de ser y de luchar ante la adversidad, aun sabiendo que se encontraba en desventaja. Eso era Annita: fuerte, perseverante, valiente y llena de coraje.
No le pido a Annita que descanse. Estoy seguro que en la otra dimensión, donde ahora se encuentra, ella seguirá mostrando su vitalidad y destreza. Mi pedido es más bien para los que aquí quedamos: recordémosla siempre y tengámosla viva en nuestros pensamientos. El mejor homenaje que le podemos hacer es emular las virtudes y valores que Annita siempre nos mostró.